Muchas veces me han preguntado por qué soy maestro y algunas de ellas la pregunta ha llegado a hacerme pensar ¿verdaderamente por qué soy maestro?
Me
recibió un director ya mayor, que más que ser director parecía el papá de los
maestros y el abuelo de los alumnos, pues tenía una especial forma de tratar a
las personas: siempre cordial, observador, atento a lo que cada uno hacía, pero
sobre todo con la capacidad de encontrar y hacer salir lo mejor de cada uno de
sus maestros.
Empecé
con apenas diez horas en el gabinete de orientación. Mi forma de tratar a los
muchachos –tal vez porque era apenas un poco mayor que ellos-- me valió las
buenas miradas de los maestros, su confianza y la aceptación en un grupo de
personas al que a veces es muy difícil integrarse, sobre todo si vienes del
ambiente universitario.
Fueron
los mejores años en la escuela. Podía atender individualmente a los muchachos, estaba
enterado de la situación particular de muchos de ellos, me buscaban a veces
solo para conversar, otras tantas para plantearme alguna situación que para
ellos era muy importante en ese momento, otros, solo para que los escuchara.
Ahí me fui dando cuenta cuán lejos estamos a veces los maestros de los adolescentes,
cuán distintos son los mundos del maestro y el estudiante.
Ahí aprendí
a defenderlos, a ver por ellos, a echarles una mano y a recibir sonrisas de agradecimiento.
Verdaderamente me gustaba lo que hacía, me sentía satisfecho de ser “el orientador”,
aunque varios maestros en tono amistoso y de camaradería me llamaran “el desorientador”.
Por un
momento la escuela necesitó un maestro de español y para no dejar al grupo solo
–y a decir del director, por mis capacidades, mis estudios y la forma de tratar
a los estudiantes-- me pidió que los atendiera. Ahí empezó la historia de ser maestro,
maestro frente a grupo, y ahí también agradecí los cursos de redacción, las etimologías,
la literatura, que en algún momento de estudiante había recibido.
Así pasaron
varios años y me fui llenando de horas de español, más que las de orientación. De
repente ya tenía treinta cinco.
En las aulas me iba
bien, los muchachos se sentían a gusto en mis clases, decían que era una de las
más amenas y que les gustaba estar en ellas, para mí era otra oportunidad de
estar con ellos, aunque haciendo algo diferente; y poco a poco me fui
convirtiendo en maestro, me fui pareciendo más a mis compañeros, entrando a su
mundo, haciendo las mismas cosas, aprendiendo sus rutinas y hasta a quejarme de
los mismo problemas.
Las instituciones
cambian, y mi escuela secundaria no se quedó atrás, hubo necesidad de
prepararme en la asignatura que estaba impartiendo –el cambio de director trajo
consigo la exigencia del perfil-- y así me convertí en normalista y entré a ese
mundo tan distinto del universitario. Me dio mucho, me ofreció la visión del
magisterio, de la enseñanza, de la didáctica y hasta de la política en el
ambiente educativo, que no de la política educativa.
Ahora sí ya era
maestro con todas las de la ley y pronto llegó el turno completo. Y vaya que
ser maestro me ha representado buenas oportunidades: tengo un horario que me permite
realizar otros proyectos por las tardes y los fines de semana, puedo combinar
el magisterio con el trabajo independiente. A diferencia de mis compañeros
universitarios, la vida del magisterio me ha dado prestaciones que ellos no
tienen: un buen horario, semana inglesa, tres periodos de descanso, el
aguinaldo y más cosas aún.
El trabajo con los
adolescentes me agrada, siempre he buscado hacer más cosas que las que exige el
trabajo en el aula, siempre buscando cosas que llamen la atención de mis
alumnos y alienten a mis compañeros a hacer las propias. Pero cuando escucho a algún
maestro hablar con vehemencia de su vocación al ministerio trato de buscar eso
en mí y termino por no encontrarlo.
La profesión docente
me ha dado mucho, de mi parte he puesto mucho también, si de algo puedo enorgullecerme
es de hacer bien las cosas y dar algo más, pero cuando busco el “sentimiento vocacional
por el magisterio” que muchos maestros tienen, defienden y exaltan, vuelvo a
preguntarme ¿por qué soy maestro?
Y recuerdo a mi
padre, aquel hombre que sin haber estudiado más que la secundaria ha sido
maestro rural durante más de treinta y tantos años, su grupo multigrado allá en
el cerro, el cariño que le tenía a su trabajo, el gran aprecio que sentía por
él la gente del pueblo, lo difícil que ha sido jubilarse y dejar su “querida
escuelita”, como después de jubilarse aún seguía yendo solo para ver la escuela
y a sus últimos alumnos.
Ahora veo que en mi
familia siempre ha habido maestros: la abuela Sara, la tía
Virginia, la tía Gabriela,
el tío Manuel, tres de mis primos y hasta mi hermano menor. Y yo, con planes de
una carrera universitaria que he terminado y una normalista que no había planeado,
hoy, después de quince años, vuelvo a preguntarme ¿por qué soy maestro?
El maestro Roberto
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