lunes, 1 de junio de 2015

Reflexiones del maestro Roberto: el significado de ser maestro


Muchas veces me han preguntado por qué soy maestro y algunas de ellas la pregunta ha llegado a hacerme pensar ¿verdaderamente por qué soy maestro?

 No es algo que haya planeado, de repente ahora me doy cuenta de que hace ya varios años que lo soy. No estaba en mis planes ser docente de secundaria y heme aquí ya con más de quince años como tal.

 Mis planes habían sido los estudios universitarios, la psicología para ser más exactos, y durante la carrera elegí la rama de la psicología educativa. Mis primeros años en la escuela secundaria han sido precisamente como orientador. En aquel entonces algunos compañeros de la universidad realizaban sus prácticas en una secundaria y a uno de ellos le ofrecieron las horas de orientación, terminé con ellas siendo apenas un estudiante pues para él no era compatible el horario de la escuela con el de la universidad.

 

Me recibió un director ya mayor, que más que ser director parecía el papá de los maestros y el abuelo de los alumnos, pues tenía una especial forma de tratar a las personas: siempre cordial, observador, atento a lo que cada uno hacía, pero sobre todo con la capacidad de encontrar y hacer salir lo mejor de cada uno de sus maestros.

 

Empecé con apenas diez horas en el gabinete de orientación. Mi forma de tratar a los muchachos –tal vez porque era apenas un poco mayor que ellos-- me valió las buenas miradas de los maestros, su confianza y la aceptación en un grupo de personas al que a veces es muy difícil integrarse, sobre todo si vienes del ambiente universitario.

 

Fueron los mejores años en la escuela. Podía atender individualmente a los muchachos, estaba enterado de la situación particular de muchos de ellos, me buscaban a veces solo para conversar, otras tantas para plantearme alguna situación que para ellos era muy importante en ese momento, otros, solo para que los escuchara. Ahí me fui dando cuenta cuán lejos estamos a veces los maestros de los adolescentes, cuán distintos son los mundos del maestro y el estudiante.

 

Ahí aprendí a defenderlos, a ver por ellos, a echarles una mano y a recibir sonrisas de agradecimiento. Verdaderamente me gustaba lo que hacía, me sentía satisfecho de ser “el orientador”, aunque varios maestros en tono amistoso y de camaradería me llamaran “el desorientador”.

 

Por un momento la escuela necesitó un maestro de español y para no dejar al grupo solo –y a decir del director, por mis capacidades, mis estudios y la forma de tratar a los estudiantes-- me pidió que los atendiera. Ahí empezó la historia de ser maestro, maestro frente a grupo, y ahí también agradecí los cursos de redacción, las etimologías, la literatura, que en algún momento de estudiante había recibido.

 

Así pasaron varios años y me fui llenando de horas de español, más que las de orientación. De repente ya tenía treinta cinco.

 

En las aulas me iba bien, los muchachos se sentían a gusto en mis clases, decían que era una de las más amenas y que les gustaba estar en ellas, para mí era otra oportunidad de estar con ellos, aunque haciendo algo diferente; y poco a poco me fui convirtiendo en maestro, me fui pareciendo más a mis compañeros, entrando a su mundo, haciendo las mismas cosas, aprendiendo sus rutinas y hasta a quejarme de los mismo problemas.

 

Las instituciones cambian, y mi escuela secundaria no se quedó atrás, hubo necesidad de prepararme en la asignatura que estaba impartiendo –el cambio de director trajo consigo la exigencia del perfil-- y así me convertí en normalista y entré a ese mundo tan distinto del universitario. Me dio mucho, me ofreció la visión del magisterio, de la enseñanza, de la didáctica y hasta de la política en el ambiente educativo, que no de la política educativa.

 

Ahora sí ya era maestro con todas las de la ley y pronto llegó el turno completo. Y vaya que ser maestro me ha representado buenas oportunidades: tengo un horario que me permite realizar otros proyectos por las tardes y los fines de semana, puedo combinar el magisterio con el trabajo independiente. A diferencia de mis compañeros universitarios, la vida del magisterio me ha dado prestaciones que ellos no tienen: un buen horario, semana inglesa, tres periodos de descanso, el aguinaldo y más cosas aún.

 

El trabajo con los adolescentes me agrada, siempre he buscado hacer más cosas que las que exige el trabajo en el aula, siempre buscando cosas que llamen la atención de mis alumnos y alienten a mis compañeros a hacer las propias. Pero cuando escucho a algún maestro hablar con vehemencia de su vocación al ministerio trato de buscar eso en mí y termino por no encontrarlo.

 

La profesión docente me ha dado mucho, de mi parte he puesto mucho también, si de algo puedo enorgullecerme es de hacer bien las cosas y dar algo más, pero cuando busco el “sentimiento vocacional por el magisterio” que muchos maestros tienen, defienden y exaltan, vuelvo a preguntarme ¿por qué soy maestro?

 

Y recuerdo a mi padre, aquel hombre que sin haber estudiado más que la secundaria ha sido maestro rural durante más de treinta y tantos años, su grupo multigrado allá en el cerro, el cariño que le tenía a su trabajo, el gran aprecio que sentía por él la gente del pueblo, lo difícil que ha sido jubilarse y dejar su “querida escuelita”, como después de jubilarse aún seguía yendo solo para ver la escuela y a sus últimos alumnos.

 

Ahora veo que en mi familia siempre ha habido maestros: la abuela Sara, la tía

Virginia, la tía Gabriela, el tío Manuel, tres de mis primos y hasta mi hermano menor. Y yo, con planes de una carrera universitaria que he terminado y una normalista que no había planeado, hoy, después de quince años, vuelvo a preguntarme ¿por qué soy maestro?

 

 

 

 

El maestro Roberto

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