martes, 2 de junio de 2015

Reflexiones del maestro Roberto: de las fantasías de un maestro

Cuando pienso en el discurso y en aquellas ideas de mejorar la educación que se imparte en las escuelas secundarias, de elevar la calidad de la educación, inevitablemente pienso también que eso sólo se podrá lograr mejorando las condiciones de dos personajes: los alumnos y los maestros, y que lo demás solo tiene importancia si es en apoyo de ellos pues finalmente es ahí, en su interacción, en donde se hacen y se conforman los actos educativos.
 
Y luego mi imaginación vuela --como en aquellos días de adolescente que viajando y mirando por la ventana del autobús construía escenarios en los que podía ir recreando aquellos deseos y sueños que la vida real no te permite vivir, episodios fantásticos que podría recrear de cuando en cuando y modificar con tanta libertad que finalmente parecían realidades de un mundo personal, íntimo, particular, que... iban llenando las ausencias y huecos que la propia vida iba dejando-- aguzada por aquella pregunta que muchas veces me he hecho y que las mismas veces he deseado se la hicieran aquellos personajes que tienen en sus manos las decisiones sobre los rumbos de la educación en nuestro país: ¿qué condiciones laborales y profesionales de los docentes harían que el nivel educativo alcanzara los niveles de calidad de los que tanto se habla, de los que tanto se anhela? ¿qué les hace falta a los docentes? o tal vez más personal, ¿qué me gustaría tener en mi trabajo, en condición de docente, que me permitiera elevara la calidad de la educación, ahí en mi aula?

 

He aquí mi sueño, un sueño que no está basado, como muchos podrían pensar, únicamente en una alta remuneración económica a la docencia. No, es un sueño basado en una alta remuneración a la autoestima del docente, a su propia imagen – que no a la imagen social, aunque también serviría--, al sentimiento de ser una persona importante y justamente valorada, satisfecha con lo que hace, orgullosa de su profesión y de las oportunidades de crecimiento y logros que el sistema educativo le brinda. En resumen, una persona feliz de ser maestro.

 

Me imagino trabajando con grupos de 25 alumnos, la cantidad que me permite aprender sus nombres, los nombres de la mayoría de los alumnos de los grupos que atiendo –a veces hasta doce en un curso escolar--, revisar sus trabajos, leerlos, decirle a cada uno mi opinión de lo que me muestra, darles algo más que veinte minutos de exposición en voz muy alta para que todos me escuchen, conocerlos más allá del trabajo escolar y tal vez, ayudarles a algo más que aprender a escribir y hablar correctamente, a resolver ecuaciones o comprender las leyes de la física y la química.

 

Puedo imaginarme con el tiempo suficiente para preparar no solo mis clases, también los materiales y recursos, la planeación escrita de cada semana –o de cada día--, los informes y las actividades extraescolares. Qué bien me caerían las siete horas de fortalecimiento que algunos de mis compañeros tienen: trabajaría 35 horas frente a grupo y tendría siete para todas estas cosas, no importa que --aunque así debería ser—esas siete horas las pasara trabajando en un cubículo o en la sala de maestros, siempre y cuando las pudiera utilizar para todas esas tareas que no son precisamente las del aula con los muchachos, pero que también son importantes.

 

Puedo ver a los maestros planeando con entusiasmo lo que harán en este año tan especial pues el sistema les ofrece por cada diez años de servicio uno sabático. No es un año de no hacer nada, es un año de descanso del trabajo en las aulas, de cambio de actividad, de renovación de fuerzas y motivaciones. Algunos están apurados buscando de entre las ofertas académicas aquellas que más les interesan para su formación y actualización: cursos, talleres, diplomados, especialidades. Es una oportunidad de crecimiento.

 

Detengo mis pensamientos para disfrutar de esta idea: bastarán esas tres cosas para hacer que los maestros pongamos el corazón y las energías en nuestras escuelas, para que solamente nos dediquemos a lograr que nuestros alumnos se desarrollen –y no andar buscando aquí y allá para completar los gastos--, para sentirnos realizados en esta profesión. Y si además le agregamos una remuneración económica que nos permita un buen nivel de vida, aseguraríamos un desempeño óptimo, y con certeza, una intervención más eficiente.

 

Mi fantasía se ve interrumpida por uno de mis alumnos. César, quien sube unas cuantas cuadras antes de la escuela, me toca el hombro y me dice que hemos llegado. Debo apurarme a bajar antes de que el camión nos lleve hasta la otra parada.

 

 

 

 

El Maestros Roberto

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