Cuando me
pongo a pensar en estas sensaciones que últimamente estoy sintiendo llego a
darme cuenta de que no son nuevas, que ya hace varios años han estado presentes
solo que ahora me visitan con más frecuencia.
Hoy me he
sentado a pensar, sin quererlo pues no sé cómo he llegado a recrear estas
ideas, en estas sensaciones que de pronto se me hacen ya tan familiares y al
mismo tiempo tan extrañas.
Después de
un fin de semana como todos – descanso la tarde del sábado y un domingo familiar—,
hoy como todos los días de escuela, espero a mis alumnos en la puerta del
salón, es una jornada larga de nueve clases, desde las siete de la mañana hasta
las cuatro de la tarde.
En la
primera hora el grupo de 2A, cuarenta y un muchachitos recién levantados,
después de diez minutos aún siguen llegando y cada vez que uno entra, la clase
se interrumpe, se detiene y aunque esto no provoca mucho desorden –tal vez
siguen dormidos con los ojos abiertos— si se distrae la atención de quienes ya
están dentro. En fin, la clase toma forma hasta las siete con veinte.
La
primera hora se ha trabajado satisfactoriamente, el descanso del fin de semana parece
haber rendido frutos, no solo en este maestro, también en los alumnos. Timbre,
mis alumnos se van y veo llegar a los otros, el 3B. Algo pasa en mi estómago,
tengo una sensación de vacío y no es precisamente porque lo esté luego de tres
tazas de café. Lo sé, es que cuando veo a este grupo hay una reacción natural
de desagrado y casi siempre una exhalación rápida y profunda que acompaña a una
frase silenciosa: “ahhhh, este grupo”.
En verdad
me es difícil trabajar con ellos, treinta y nueve muchachos que cuando se lo
proponen son dinamita. Luego de un rato puedo iniciar la clase. Les pido la tarea
–un trabajo que iniciamos el viernes y que solo debían completar--, silencio. Paso
por las filas de butacas solicitando el cuaderno, al final solo nueve muchachos
tienen el trabajo, casi todas mujeres. Aquella sensación aumenta. Pregunto qué
está pasando, por qué no completaron el trabajo si ya lo habían casi terminado
en clase, silencio. Pregunto uno a uno, respuesta, se me olvidó.
Pido que
saquen su libro para hacer una lectura –soy maestro de Español y la lectura es
una de mis prioridades--, unos cuantos se quedan mirando al vacío –como doce--.
Razón: olvidaron su libro. Verdaderamente algo va pasando conmigo, mi cuerpo
reacciona, el vacío se hace más grande, el corazón se acelera, un calorcito me
invade, siento descontento, frustración que se van convirtiendo en enojo. ¿Qué
hago con él?
Cuento hasta diez
–tal vez recuerdas el famoso anuncio— y me doy un respiro, tal vez solo soy yo el
que hace una tormenta en un vaso de agua.
Leemos, tratamos de
conversar a cerca de la lectura –silencio, caras fijas en la nada, más silencio—
les invito a que den sus comentarios, más silencio. Ahora viene el momento de producir,
del trabajo con el lápiz. Luego de las indicaciones, mientras paseo entre los
pasillos del salón, me voy percatando de que muchos –aquellos que sufrieron
olvidos—no están trabajando, cuando me acerco simulan escribir, pero solo tienen
una línea garabateada en la libreta, me marcho y cesa el trabajo. Volteo y ahora
ya ni siquiera simulan escribir.
¿Qué pasa con estos
muchachos? ¿Por qué sus actitudes me exasperan tanto? y para colmo a ratos me
parecen tan cínicos e irreverentes. De verdad me cuesta mucho trabajar con este
grupo. Timbre, tercera hora, pronto será el receso. Otra taza de café.
El 1C es otra cosa,
son niños ruidosos pero controlables, algunos –me parece—aún sienten que son
alumnos de primaria y la gran mayoría aún se muestran atentos al maestro, solo
los más grandes parecen ir asimilando las conductas de los de segundo y
tercero.
Nueve y treinta, el timbre
para el receso, inmediatamente dejo salir a los muchachos, esos veinte minutos
hay que aprovecharlos desde el primero hasta el último segundo. En el aula de maestros
nos reunimos unos cuatro, desayunamos, comentamos y casi siempre intercambiamos
impresiones del día o de las clases posteriores al receso del anterior. Es el único
espacio en que podemos convivir.
Cuarta hora. Ya con
algo en el estómago nuevamente al salón. Es un grupo de tercero y estamos preparando
la poesía coral para la participación en la muestra. Los alumnos están entusiasmados
pues después de varias semanas aprendiendo de memoria la poesía ahora salimos al
patio a ponerle movimientos. El ensayo marcha bien, excepto por el pelón,
Víctor y David que se la han pasado empujándose, riendo e interrumpiendo,
algunos de sus compañeros ya les han gritado que se aplaquen y a mí ya me duele
la garganta de tanto levantar la voz y gritar para que me escuchen.
Segundo D, ya es la
quinta hora y tengo frente a mí cuarenta muchachos que se parecen mucho a los
de la segunda, me voy dando cuenta que poco a poco, horas tras hora, se va
mermando ese sentimiento de optimismo con el que inicié el día y como va
creciendo esta sensación de desencanto, de frustración.
En la sexta hora he tenido
que ir a la dirección. El Director me ha pedido que le informe cómo van los
grupos que participarán en la muestra de poesía coral, al parecer habrá
invitados especiales y quiere dejar una buena impresión en ellos. Para poder
ir, dejé a mis alumnos en automático –les expliqué apresuradamente la actividad
a realizar y me marché esperando que verdaderamente se pusieran a trabajar--.
Al regresar ya tenía a los maestros de junto refunfuñando por la indisciplina,
el escándalo y los reportes para algunos alumnos de mi clase.
Por fin la séptima
hora, tal vez el saber que con ella se termina el turno he recobrado un poco
las fuerzas y la esperanza. Los muchachos van sintiendo cómo se acerca la hora
de la salida y eso me ha servido para hacerlos trabajar con cierta eficiencia
pues conforme van terminando los dejo ir saliendo –aunque más de una vez esto me
ha causado alguna llamada de atención delsubdirector--.
Un breve descanso
entre turno y turno, puedo ver cómo algunos de mis compañeros salen corriendo hacia
otras escuelas u otros trabajos, afortunadamente yo tengo todas mis horas en la
misma escuela –o desafortunadamente si se ve por el lado de “cambiar de
aires”—Seamos optimistas y dejémoslo en afortunadamente.
Viene el segundo turno,
dos clases más. Al ver a los muchachos entrar al salón me resigno a pasar casi
dos horas más aquí con la idea en lo profundo de las diferencias entre ambos
turnos y de cómo para estas dos horas debo lidiar con el agotamiento de las
siete clases anteriores y el ritmo tan lento con que se trabaja en este otro turno.
Los alumnos del primer
grupo sacaron sus útiles de trabajo –una libreta, los bolígrafos y su libro de texto--,
aquí empezó el sufrimiento. A pesar de que ahora les damos los libros al inicio
del curso, la mitad no lo trajo –y pasa también en otras materias, es más, en
las mochilas solo traen una o dos libretas, uno que otro libro y su lonche--.
Para trabajar con
ellos hay que hacerlos pensar menos, pues suelen dormirse, y hacer más. Así como
ellos, creo que mi rendimiento, a estas alturas, es menor. Siento que estos dos
últimos grupos reciben muy poco de mí. Estoy cansado y no solo físicamente, emocionalmente
mis baterías están bajas y dejo que la corriente me lleve, navego de muertito. Son
casi las cuatro de la tarde y apenas salgo a comer.
El Maestro Roberto
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