jueves, 28 de mayo de 2015

Reflexiones del maestro Roberto: del diario de un maestro

Cuando me pongo a pensar en estas sensaciones que últimamente estoy sintiendo llego a darme cuenta de que no son nuevas, que ya hace varios años han estado presentes solo que ahora me visitan con más frecuencia.
 
Hoy me he sentado a pensar, sin quererlo pues no sé cómo he llegado a recrear estas ideas, en estas sensaciones que de pronto se me hacen ya tan familiares y al mismo tiempo tan extrañas.
 
Después de un fin de semana como todos – descanso la tarde del sábado y un domingo familiar—, hoy como todos los días de escuela, espero a mis alumnos en la puerta del salón, es una jornada larga de nueve clases, desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde.

 


En la primera hora el grupo de 2A, cuarenta y un muchachitos recién levantados, después de diez minutos aún siguen llegando y cada vez que uno entra, la clase se interrumpe, se detiene y aunque esto no provoca mucho desorden –tal vez siguen dormidos con los ojos abiertos— si se distrae la atención de quienes ya están dentro. En fin, la clase toma forma hasta las siete con veinte.

 

La primera hora se ha trabajado satisfactoriamente, el descanso del fin de semana parece haber rendido frutos, no solo en este maestro, también en los alumnos. Timbre, mis alumnos se van y veo llegar a los otros, el 3B. Algo pasa en mi estómago, tengo una sensación de vacío y no es precisamente porque lo esté luego de tres tazas de café. Lo sé, es que cuando veo a este grupo hay una reacción natural de desagrado y casi siempre una exhalación rápida y profunda que acompaña a una frase silenciosa: “ahhhh, este grupo”.

 

En verdad me es difícil trabajar con ellos, treinta y nueve muchachos que cuando se lo proponen son dinamita. Luego de un rato puedo iniciar la clase. Les pido la tarea –un trabajo que iniciamos el viernes y que solo debían completar--, silencio. Paso por las filas de butacas solicitando el cuaderno, al final solo nueve muchachos tienen el trabajo, casi todas mujeres. Aquella sensación aumenta. Pregunto qué está pasando, por qué no completaron el trabajo si ya lo habían casi terminado en clase, silencio. Pregunto uno a uno, respuesta, se me olvidó.

 

Pido que saquen su libro para hacer una lectura –soy maestro de Español y la lectura es una de mis prioridades--, unos cuantos se quedan mirando al vacío –como doce--. Razón: olvidaron su libro. Verdaderamente algo va pasando conmigo, mi cuerpo reacciona, el vacío se hace más grande, el corazón se acelera, un calorcito me invade, siento descontento, frustración que se van convirtiendo en enojo. ¿Qué hago con él?

 

Cuento hasta diez –tal vez recuerdas el famoso anuncio— y me doy un respiro, tal vez solo soy yo el que hace una tormenta en un vaso de agua.

 

Leemos, tratamos de conversar a cerca de la lectura –silencio, caras fijas en la nada, más silencio— les invito a que den sus comentarios, más silencio. Ahora viene el momento de producir, del trabajo con el lápiz. Luego de las indicaciones, mientras paseo entre los pasillos del salón, me voy percatando de que muchos –aquellos que sufrieron olvidos—no están trabajando, cuando me acerco simulan escribir, pero solo tienen una línea garabateada en la libreta, me marcho y cesa el trabajo. Volteo y ahora ya ni siquiera simulan escribir.

 

¿Qué pasa con estos muchachos? ¿Por qué sus actitudes me exasperan tanto? y para colmo a ratos me parecen tan cínicos e irreverentes. De verdad me cuesta mucho trabajar con este grupo. Timbre, tercera hora, pronto será el receso. Otra taza de café.

 

El 1C es otra cosa, son niños ruidosos pero controlables, algunos –me parece—aún sienten que son alumnos de primaria y la gran mayoría aún se muestran atentos al maestro, solo los más grandes parecen ir asimilando las conductas de los de segundo y tercero.

 

Nueve y treinta, el timbre para el receso, inmediatamente dejo salir a los muchachos, esos veinte minutos hay que aprovecharlos desde el primero hasta el último segundo. En el aula de maestros nos reunimos unos cuatro, desayunamos, comentamos y casi siempre intercambiamos impresiones del día o de las clases posteriores al receso del anterior. Es el único espacio en que podemos convivir.

 

Cuarta hora. Ya con algo en el estómago nuevamente al salón. Es un grupo de tercero y estamos preparando la poesía coral para la participación en la muestra. Los alumnos están entusiasmados pues después de varias semanas aprendiendo de memoria la poesía ahora salimos al patio a ponerle movimientos. El ensayo marcha bien, excepto por el pelón, Víctor y David que se la han pasado empujándose, riendo e interrumpiendo, algunos de sus compañeros ya les han gritado que se aplaquen y a mí ya me duele la garganta de tanto levantar la voz y gritar para que me escuchen.

 

Segundo D, ya es la quinta hora y tengo frente a mí cuarenta muchachos que se parecen mucho a los de la segunda, me voy dando cuenta que poco a poco, horas tras hora, se va mermando ese sentimiento de optimismo con el que inicié el día y como va creciendo esta sensación de desencanto, de frustración.

 

En la sexta hora he tenido que ir a la dirección. El Director me ha pedido que le informe cómo van los grupos que participarán en la muestra de poesía coral, al parecer habrá invitados especiales y quiere dejar una buena impresión en ellos. Para poder ir, dejé a mis alumnos en automático –les expliqué apresuradamente la actividad a realizar y me marché esperando que verdaderamente se pusieran a trabajar--. Al regresar ya tenía a los maestros de junto refunfuñando por la indisciplina, el escándalo y los reportes para algunos alumnos de mi clase.

 

Por fin la séptima hora, tal vez el saber que con ella se termina el turno he recobrado un poco las fuerzas y la esperanza. Los muchachos van sintiendo cómo se acerca la hora de la salida y eso me ha servido para hacerlos trabajar con cierta eficiencia pues conforme van terminando los dejo ir saliendo –aunque más de una vez esto me ha causado alguna llamada de atención delsubdirector--.

 

Un breve descanso entre turno y turno, puedo ver cómo algunos de mis compañeros salen corriendo hacia otras escuelas u otros trabajos, afortunadamente yo tengo todas mis horas en la misma escuela –o desafortunadamente si se ve por el lado de “cambiar de aires”—Seamos optimistas y dejémoslo en afortunadamente.

 

Viene el segundo turno, dos clases más. Al ver a los muchachos entrar al salón me resigno a pasar casi dos horas más aquí con la idea en lo profundo de las diferencias entre ambos turnos y de cómo para estas dos horas debo lidiar con el agotamiento de las siete clases anteriores y el ritmo tan lento con que se trabaja en este otro turno.

 

Los alumnos del primer grupo sacaron sus útiles de trabajo –una libreta, los bolígrafos y su libro de texto--, aquí empezó el sufrimiento. A pesar de que ahora les damos los libros al inicio del curso, la mitad no lo trajo –y pasa también en otras materias, es más, en las mochilas solo traen una o dos libretas, uno que otro libro y su lonche--.

 

Para trabajar con ellos hay que hacerlos pensar menos, pues suelen dormirse, y hacer más. Así como ellos, creo que mi rendimiento, a estas alturas, es menor. Siento que estos dos últimos grupos reciben muy poco de mí. Estoy cansado y no solo físicamente, emocionalmente mis baterías están bajas y dejo que la corriente me lleve, navego de muertito. Son casi las cuatro de la tarde y apenas salgo a comer.

 

 

 

El Maestro Roberto

No hay comentarios:

Publicar un comentario