No cabe duda
que los acontecimientos que de alguna manera cambian el entorno escolar nos
hacen reflexionar, por muy pequeños que éstos sean.
Desde
hace algún tiempo a los maestros de la escuela secundaria les viene preocupando
el asunto de la disciplina y el entorno en el que trabajan. Ayer, apenas unos
días antes de las vacaciones decembrinas, un hecho que ha puesto a todos a
pensar.
Terminó el
turno matutino y los alumnos abandonaban la escuela. Para nadie es un secreto
que la comunidad en que se encuentra enfrenta serios problemas sociales que van
determinando el estilo de vida de sus habitantes: un nivel socioeconómico bajo,
muchas familias con un solo padre, alcoholismo, drogas, pandillerismo y violencia.
Los
alumnos salían y al mismo tiempo otros se arremolinaban a unos cuantos metros
de la salida, para esta escuela ese remolino de adolescentes es un signo muy
claro: hay una pelea.
Pero esta
vez no es una pelea entre alumnos de la misma escuela, tres adolescentes “de la
calle”, de los que no están estudiando, montados en sus bicicletas, en camiseta
y mezclilla, de tenis y gorra, atacan a uno de los alumnos.
Una madre
de familia entra corriendo a la escuela para avisar del asalto, una maestra que
encuentra en el camino se apresura a la escena, ¡no hay nadie más! ¡Ningún otro
maestro!, y si los había tal vez ni se enteraron… ¿o será mejor decir, ni se interesaron?
Intervenir
en una riña es un asunto peligroso. Como la mayoría lo haría, la maestra trato
de apartar al estudiante de secundaria, de resguardarlo y protegerlo. Entre
gritos de ¡friégatelo¡ ¡sácala y ponle en su…! La maestra se interpuso y
recibió dos buenos golpes que la mandaron al suelo.
Aparecieron
las armas blancas y al ver que se acercaban otros maestros, alertados por la madre
de familia, el remolino se disolvió… la pelea terminó.
Alguien
ayudó a la maestra a levantarse mientras todos se dispersaban – luego se supo
que era un ex alumno de la misma escuela--.
En la cara
de la maestra había lágrimas, llanto de impotencia más que de vergüenza. Impotencia
de no poder hacer nada, de no haber logrado separarlos, de no haber finiquitado
con su presencia el inminente pleito. El dolor de los dos golpes y la caída era
minúsculo al lado de su sensación de abandono, de soledad ante la ausencia del apoyo
de sus compañeros maestros.
¿Reflexión?
Sí, algunos hechos nos hacen pensar. Nuestros jóvenes son cada vez más violentos, más
cercanos a arreglar sus diferencias a golpes,
Nuestras escuelas ya no son tan seguras, el
maestro ya no es esa imagen de autoridad que
solía ser, al que todos respetaban. Las normas
de convivencia parecen haberse extinguido;
ahora se defienden mucho los derechos de los
niños, pero cómo van a aprender que también
hay deberes, obligaciones y responsabilidades.
Como padres y
maestros ¿no estaremos educando para el libertinaje? ¿además de promulgar y
defender los derechos de los niños –una tarea necesaria en sí misma—no nos está
haciendo falta enseñarles límites, responsabilidades, compromisos, verdaderos valores
de convivencia? ¿nos estará haciendo falta una escuela secundaria distinta de
la que ahora tenemos?
Hoy la maestra está
callada, silenciosa, como si con su silencio quisiera decirnos algo.
El Maestro Roberto
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