Si, así como comienzan los cuentos,
había una vez una escuela en algún lugar de México, muy cercano por cierto,
pero también muy lejano pues no es ninguna de las escuelas que conocemos, tal
vez alguna de otro estado o de otro país, pero no la nuestra.
En esta escuela se dan cosas muy
particulares, que seguramente no se darán en otras, los alumnos no tienen
muchas ganas de estudiar, a la gran mayoría les interesa más la música –banda,
regee, ska, slam o regetón y hasta el perreo, de esa que a nosotros no nos
gusta y se nos hace de...
... muy mal gusto--, el juego, el futbol, el grafitti o las
placas –que adornan nuestras paredes, los baños y las butacas de todos los
salones de clase—y que perecen ser los sellos de identidad entre los
adolescentes secundarianos. A las niñas las novelas, las revistas de chismes,
el maquillaje, depilarse las cejas, colgarse aretes –una buena colección en
cada oreja y de pasada en la nariz, en las cejas y en lugares que seguramente
no hemos visto-- o ponerse una uñas tan largas y coloridas como el arcoíris y
platicar entre ellas, aún mientras el maestro de matemáticas o historia está
dando su clase.
La prefecta de esta escuela todos los
días batalla con lo mismo en la entrada, separando a los que pueden entrar de
los que no. Deja pasar a aquellos que traen completo el uniforme, aunque pobre
de ella, cruzando la puerta aparecen los aretes, los zapatos tenis, las
playeras serigrafiadas con imágenes de bandas, las gorras de beisbol, los disc
man y las niñas, diez metros adelante, doblan la pretina de sus faldas hasta
dejarlas tres dedos debajo de… ustedes ya saben.
Los maestros, cada cambio de salón,
invierten una buena parte del tiempo de la clase en volver a revisar a los
alumnos, ¡encuentran cada cosa!. A algunos de los alumnos no les importa la
combinación de colores en la ropa y bien pueden encontrarlos con una mezcla de
uniforme deportivo con el uniforme diario, colores raros para combinar; otros
con doble camisa o dobles calcetas y a la gran mayoría con los pantalones
sostenidos por la curvatura natural de los glúteos, que muchos no tienen y
causan la risa de más de un maestro. En fin, un desfile de boxers fuera del
pantalón, pantalones arrastrados hasta romperse y camisas desfajadas.
Ahhh, pero lo más difícil es la cuarta
hora, la de después del receso. De verdad que hay que hacer un esfuerzo para
entrar a esa hora. En esta escuela, que no es mi escuela, tal vez la de
ustedes, la cuarta hora es un sacrificio enorme: desde que te paras en la
puerta puedes sentirlo, tu nariz se contrae, ¡cómo es posible un olor así en un
solo lugar!, es una combinación de tenis sin lavar, calcetines sin cambiar
desde hace varios días --tal vez de toda
la semana de clases--, de ropa que no terminó de secarse y así se la pusieron,
de sudores penetrantes. ¡Acción inmediata!
Abrir ventanas y puerta, y luego de una respiración profunda, entrar al
salón.
Pero afortunadamente esta no es mi
escuela. ¿Es la suya? Ojalá que no.
El maestro Roberto
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