jueves, 2 de julio de 2015

Reflexiones del maestro Roberto: Había una vez una escuela


Si, así como comienzan los cuentos, había una vez una escuela en algún lugar de México, muy cercano por cierto, pero también muy lejano pues no es ninguna de las escuelas que conocemos, tal vez alguna de otro estado o de otro país, pero no la nuestra.

En esta escuela se dan cosas muy particulares, que seguramente no se darán en otras, los alumnos no tienen muchas ganas de estudiar, a la gran mayoría les interesa más la música –banda, regee, ska, slam o regetón y hasta el perreo, de esa que a nosotros no nos gusta y se nos hace de...


... muy mal gusto--, el juego, el futbol, el grafitti o las placas –que adornan nuestras paredes, los baños y las butacas de todos los salones de clase—y que perecen ser los sellos de identidad entre los adolescentes secundarianos. A las niñas las novelas, las revistas de chismes, el maquillaje, depilarse las cejas, colgarse aretes –una buena colección en cada oreja y de pasada en la nariz, en las cejas y en lugares que seguramente no hemos visto-- o ponerse una uñas tan largas y coloridas como el arcoíris y platicar entre ellas, aún mientras el maestro de matemáticas o historia está dando su clase.

La prefecta de esta escuela todos los días batalla con lo mismo en la entrada, separando a los que pueden entrar de los que no. Deja pasar a aquellos que traen completo el uniforme, aunque pobre de ella, cruzando la puerta aparecen los aretes, los zapatos tenis, las playeras serigrafiadas con imágenes de bandas, las gorras de beisbol, los disc man y las niñas, diez metros adelante, doblan la pretina de sus faldas hasta dejarlas tres dedos debajo de… ustedes ya saben.

Los maestros, cada cambio de salón, invierten una buena parte del tiempo de la clase en volver a revisar a los alumnos, ¡encuentran cada cosa!. A algunos de los alumnos no les importa la combinación de colores en la ropa y bien pueden encontrarlos con una mezcla de uniforme deportivo con el uniforme diario, colores raros para combinar; otros con doble camisa o dobles calcetas y a la gran mayoría con los pantalones sostenidos por la curvatura natural de los glúteos, que muchos no tienen y causan la risa de más de un maestro. En fin, un desfile de boxers fuera del pantalón, pantalones arrastrados hasta romperse y camisas desfajadas.

Ahhh, pero lo más difícil es la cuarta hora, la de después del receso. De verdad que hay que hacer un esfuerzo para entrar a esa hora. En esta escuela, que no es mi escuela, tal vez la de ustedes, la cuarta hora es un sacrificio enorme: desde que te paras en la puerta puedes sentirlo, tu nariz se contrae, ¡cómo es posible un olor así en un solo lugar!, es una combinación de tenis sin lavar, calcetines sin cambiar desde hace varios días  --tal vez de toda la semana de clases--, de ropa que no terminó de secarse y así se la pusieron, de sudores penetrantes. ¡Acción inmediata!  Abrir ventanas y puerta, y luego de una respiración profunda, entrar al salón.

Pero afortunadamente esta no es mi escuela. ¿Es la suya? Ojalá que no.





El maestro Roberto

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