En las primeras horas de
clase me siento dispuesto, física y emocionalmente, para el trabajo con los
muchachos. Conforme van pasando las horas, en el contacto con 40 ó 45 alumnos
cada clase, enfrentando el...
... hacinamiento en el aula, el calor que va en aumento,
revisar todos los trabajos, levantar la voz para poder ser escuchado, los
escasos minutos de descanso entre hora y hora –solo los que me llevan caminar
de un salón al otro y los veinte minutos para desayunar algo--, las actitudes y
conductas de mis muchachos, siempre hay en
cada salón tres o cuatro que son muy difíciles de atender y que la verdad, preferiría
que no estuvieran--, en fin… al llegar la séptima hora estoy fatigado, estoy cansado
y sé que se refleja en mi actitud, en mi cara, en mis posturas y hasta en mi
forma de dirigirme a los alumnos.
Y no es sólo la fatiga
física. No, la siento en el pecho, la siento en los hombros, como un peso
emocional, una sensación de aburrimiento y desinterés que ha venido creciendo lentamente
y que está provocando una baja en mi rendimiento en las tareas docentes. Es una
demanda psicológica que empieza a pesarme sobremanera.
No sé si es sólo mi
percepción, aunque algunos de mis compañeros de escuela comparten esto conmigo,
pero cada año mis alumnos están menos dispuestos para el trabajo escolar y lo
manifiestan de muchas maneras: no traen sus útiles completos –aún aquellos que
les fueron dados al inicio del curso--, estando en el aula tardan mucho en realizar
una actividad sencilla, cada vez se distraen más, su interés parece estar en
otro lado –las redes sociales, el face, el wasap, las maquinitas, el nintendo,
la música, están menos dispuestos a seguir al maestro, a aprender, y cada día
son más irreverentes con los adultos.
Ver como mi trabajo con
ellos rinde muy pocos frutos --a pesar de todos mis esfuerzos, que a ratos no
sé si son los suficientes o que a ratos me hacen pensar en si estoy haciendo bien
las cosas--, me está produciendo pequeñas frustraciones. Ver lo poco que les
interesa mi materia, escuchar que otros de mis compañeros pasan por lo mismo, constatar
que en mi clase la mitad de ellos no han tenido un buen rendimiento y que pasa
lo mismo con otras asignaturas – con la seguridad de que se trata de los mismos
alumnos--, sentirme poco apoyado por la dirección.
Estoy preocupado. Empiezo
a tener desórdenes gastrointestinales y trastornos del sueño, empiezo a
irritarme con mayor facilidad que antes ante la falta de alguno de mis alumnos
y en no menos de una ocasión, ante alguna falta mayor --debo reconocerlo-- he
estado muy cerca de la violencia física hacia alguno de los muchachos: qué
ganas de darle un buen coscorrón a ese muchacho que me ha hecho la vida
imposible.
Sé que algunos de mis
malestares físicos tienen que ver con mis preocupaciones de la escuela. Sentirme
así me hace cuestionar si debo seguir en esto a pesar de que ser maestro es lo
que más quiero, o tal vez, simplemente es que me estoy haciendo viejo. Lo bueno
es que ya viene el receso de verano.
El Maestro Roberto
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