Muchas veces me han
preguntado por qué soy maestro y algunas de ellas la pregunta ha llegado a
hacerme pensar ¿verdaderamente por qué soy maestro?
No es algo que haya
planeado, de repente ahora me doy cuenta de que hace ya varios años que lo soy.
No estaba en mis planes ser docente de secundaria y heme aquí ya con más de
quince años como tal.
Mis planes habían
sido los estudios universitarios, la psicología para ser más exactos, y durante
la carrera elegí la rama de la psicología educativa. Mis primeros años en la
escuela secundaria han sido precisamente como orientador. En aquel entonces
algunos compañeros de la universidad realizaban sus prácticas en una secundaria
y a uno de ellos le ofrecieron las horas de orientación, terminé con ellas
siendo apenas un estudiante pues para él no era compatible el horario de la
escuela con el de la universidad.
Me recibió un
director ya mayor, que más que ser director parecía el papá de los maestros y
el abuelo de los alumnos, pues tenía una especial forma de tratar a las
personas: siempre cordial, observador, atento a lo que cada uno hacía, pero
sobre todo con la capacidad de encontrar y hacer salir lo mejor de cada uno de
sus maestros.
Empecé con apenas
diez horas en el gabinete de orientación. Mi forma de tratar a los muchachos
–tal vez porque era apenas un poco mayor que ellos-- me valió las buenas miradas de los maestros,
su confianza y la aceptación en un grupo de personas al que a veces es muy
difícil integrarse, sobre todo si vienes del ambiente universitario.
Fueron los mejores
años en la escuela. Podía atender individualmente a los muchachos, estaba
enterado de la situación particular de muchos de ellos, me buscaban a veces
solo para conversar, otras tantas para plantearme alguna situación que para
ellos era muy importante en ese momento, otros, solo para que los escuchara.
Ahí me fui dando cuenta cuán lejos estamos a veces los maestros de los
adolescentes, cuán distintos son los mundos del maestro y el estudiante. Ahí
aprendí a defenderlos, a ver por ellos, a echarles una mano y a recibir
sonrisas de agradecimiento. Verdaderamente me gustaba lo que hacía, me sentía
satisfecho de ser “el orientador”, aunque varios maestros en tono amistoso y de
camaradería me llamaran “el desorientador”.
Por un momento la
escuela necesitó un maestro de español y para no dejar al grupo solo –y a decir
del director, por mis capacidades, mis estudios y la forma de tratar a los
estudiantes-- me pidió que los
atendiera. Ahí empezó la historia de ser maestro, maestro frente a grupo, y ahí
también agradecí los cursos de redacción, las etimologías, la literatura, que
en algún momento de estudiante había recibido. Así pasaron varios años y me fui
llenando de horas de español, más que las de orientación. De repente ya tenía
treinta cinco.
En las aulas me iba
bien, los muchachos se sentían a gusto en mis clases, decían que era una de las
más amenas y que les gustaba estar en ellas, para mí era otra oportunidad de
estar con ellos, aunque haciendo algo diferente; y poco a poco me fui
convirtiendo en maestro, me fui pareciendo más a mis compañeros, entrando a su
mundo, haciendo las mismas cosas, aprendiendo sus rutinas y hasta a quejarme de
los mismo problemas.
Las instituciones
cambian, y mi escuela secundaria no se quedó atrás, hubo necesidad de
prepararme en la asignatura que estaba impartiendo –el cambio de director trajo
consigo la exigencia del perfil-- y así
me convertí en normalista y entré a ese mundo tan distinto del universitario.
Me dio mucho, me ofreció la visión del magisterio, de la enseñanza, de la
didáctica y hasta de la política en el ambiente educativo, que no de la
política educativa.
Ahora sí ya era
maestro con todas las de la ley y pronto llegó el turno completo. Y vaya que
ser maestro me ha representado buenas oportunidades: tengo un horario que me
permite realizar otros proyectos por las tardes y los fines de semana, puedo
combinar el magisterio con el trabajo independiente. A diferencia de mis
compañeros universitarios, la vida del magisterio me ha dado prestaciones que
ellos no tienen: un buen horario, semana inglesa, tres periodos de descanso, el
aguinaldo y más cosas aún.
El trabajo con los
adolescentes me agrada, siempre he
buscado hacer más cosas que las que exige el trabajo en el aula, siempre
buscando cosas que llamen la atención de mis alumnos y alienten a mis
compañeros a hacer las propias. Pero cuando escucho a algún maestro hablar con
vehemencia de su vocación al ministerio trato de buscar eso en mí y termino por
no encontrarlo. La profesión docente me ha dado mucho, de mi parte he puesto
mucho también, si de algo puedo enorgullecerme es de hacer bien las cosas y dar
algo más, pero cuando busco el “sentimiento vocacional por el magisterio” que
muchos maestros tienen, defienden y exaltan, vuelvo a preguntarme ¿por qué soy
maestro?
Y recuerdo a mi
padre, aquel hombre que sin haber estudiado más que la secundaria ha sido
maestro rural durante más de treinta y tantos años, su grupo multigrado allá en
el cerro, el cariño que le tenía a su trabajo, el gran aprecio que sentía por
él la gente del pueblo, lo difícil que ha sido jubilarse y dejar su “querida
escuelita”, como después de jubilado aún seguía yendo solo para ver la escuela
y a sus últimos alumnos.
Ahora veo que en mi
familia siempre ha habido maestros: la abuela Sara, la tía Virginia, la tía Gabriel a, el tío Manuel, tres de mis primos y hasta
mi hermano menor. Y yo, con planes de una carrera universitaria que he
terminado y una normalista que no había planeado, hoy, después de veinte años, vuelvo
a preguntarme ¿por qué soy maestro?
El Maestro Roberto
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