Más allá de los reclamos sociales de
ocuparse nuevamente de los valores en la escuela ante el supuesto panorama de
crisis que se vive en la sociedad, en la que se cuestiona si éstos ya no
responden a la época que se vive y la preocupación por incluir su formación en
la institución escolar, habría primero que dilucidar la naturaleza de los
valores y las formas de su apropiación y actualización.
Tres situaciones que pueden ir dando
pistas sobre el asunto de su apropiación. En una, aquel jovencito que va
haciendo suyas algunas actitudes, comportamientos y valores de su padre sin que
medie entre ellos palabra o discurso alguno al respecto, sin que el padre
intencionadamente converse con él acerca de los valores; que lo ve levantarse
temprano, salir siempre puntual a su trabajo, esforzarse por hacer bien las
cosas, verlo buscar soluciones a cualquier situación que se le presenta sea
ésta de una simple actividad cotidiana o sea de una decisión importante, que lo
ve mantenerse firme ante lo que cree y cómo todo eso le ha ganado el respeto de
otros adultos.
En la otra, un adolescente que en el
aula escucha de su maestro que los valores son ideales que norman las conductas
humanas, que son necesarios para la convivencia, que son principios que
enriquecen su forma de vida y que realiza algunas de las actividades propuestas
por su maestro; pero que en la convivencia con otros chicos, con sus
compañeros, en sus conductas cotidianas en la escuela se aleja mucho de lo que
aparentemente aprende; y al maestro mismo que trabajando explícitamente en el
desarrollo y formación de valores con sus alumnos, habla de ellos, los explica,
los define desde su propia concepción, propone algunas actividades y asume con esto
que sus alumnos se han apropiado de ellos, que espera que con esto los
estudiantes se hayan formado algunos valores.
La tercera, el mismo salón, los mismos
muchachos, el mismo maestro. Un adolescente que igualmente participa de las
mismas prácticas y actividades, por alguna razón atiende a la clase, hace lo
que propone su maestro, participa de las experiencias educativas que le
comunica su profesor y parece conjugar algunos aspectos de su persona con lo
que se hace en la clase y muestra en su conducta una verdadera apropiación de
lo aprendido, los valores.
Estas situaciones tan distintas, nos
enfrentan a una pregunta básica: ¿cómo nos apropiamos de un valor? o bien ¿qué
hace que nos apropiemos de un valor? ¿los valores se aprenden, su apropiación
tiene que ver con acciones totalmente intencionadas por otra persona que nos
los trasmite y nosotros nos los apropiamos? y si es así, ¿los valores se pueden
enseñar?, o más bien, ¿son producto de un proceso meramente interno, también de
aprendizaje, que construimos nosotros mismos y nos apropiamos de ellos como una
acción gestionada desde dentro, aún cuando se hagan necesarios algunos
referentes externos, incluida la acción intencionada de otro?
Aquella primera situación respaldaría
una apropiación autónoma de los valores sin la mediación de acción educativa
intencionada y sistemática, tal vez bajo algún proceso de autoeducación
que –en nuestro caso— el adolescente
realiza bajo un tipo de influencia específica: la figura, la imagen y la
conducta de su padre, a la que también podríamos llamar ejemplo. Aquí, la
apropiación parece ser una acción desempañada exclusivamente por el
adolescente, un proceso totalmente individual que sólo tiene un referente
externo no intencionado; pero una apropiación que tiene un elemento distintivo,
la parte afectiva expresada en la relación entre padre e hijo. Sería entonces
un aprendizaje de valores estrictamente en lo concreto de la vida, en el
testimonio, en el ejemplo, que de alguna manera recorre un camino –pretendemos explorarlo— hasta la
internalización y apropiación en el hijo. Un aprendizaje desde lo afectivo. Sin
embargo, este elemento no parece ser suficiente para explicar la forma en que
se apropian los valores.
La segunda situación, en ambos
frentes, alumno y maestro, hace resaltar el aspecto cognitivo de los valores en
acciones educativas intencionadas y sistemáticas, las escolares. Se da por supuesto que el aspecto cognitivo es
suficiente para el aprendizaje o la apropiación de los valores, conocerlos,
definirlos, el discurso en sí; pero hay una buena distancia entre conocerlos y
practicarlos. Dicho de otra manera, el discurso, en el mejor de los casos, es
el aspecto cognitivo solamente. Sin embargo sabemos también que no es
suficiente con conocer los valores, de alguna manera éstos exigen ser
realizados, vividos.
De las tres situaciones, la última,
parece poner sobre la mesa los dos elementos ya encontrados. Uno cognitivo, las
prácticas y actividades educativas intencionadas en el aula; el otro algunos
aspectos de la persona del estudiante, que conjugados reflejan la apropiación
de los valores. ¿Qué elemento nuevo tenemos aquí que distinga a esta situación
de las otras dos? La disposición, la participación, tal vez el propio
involucramiento.
Hasta aquí se podría afirmar que los
valores se aprenden y pueden ser enseñados y que es el agente –en nuestros
casos el adolescente estudiante— que mediante algunos procesos autogestivos o
mediados, se apropia de un valor. Habrá que preguntar entonces ¿cuáles son las
formas de apropiación de los valores? ¿cuáles son esos procesos que permiten la
apropiación o actualización de los valores? Cuestiones que nos ubican
nuevamente en el agente-sujeto, las acciones individuales y los procesos
educativos, y principalmente, en la “capacidad” del valor de ser “apropiado”.
Todas estas cuestiones respecto del
status pedagógico de los valores, que pueden ser aprendidos y también
enseñados, inevitablemente nos llevan más atrás, a una reflexión más profunda y
relacionada en el ámbito de la naturaleza misma de los valores, a sus
implicaciones en la educación y como esa naturaleza determina los procesos que
permiten su apropiación o actualización.
Rafael Mora Vázquez
Maestro en Ciencias de la Educación
Maestro en Desarrollo Humano
Doctor en Educación
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