Un día como tantos, nos
levantamos de buen humor y nos dirigimos con la alegría cotidiana a
compartir la sapiencia con nuestros queridos alumnos, en la escuela nos
enseñaron a dar clases, algo de pedagogía, métodos de enseñanza, a ser claros
en las exposiciones, pero nunca, nunca, nos dijeron que un alumno(a), para
decirlo claro de una vez, nos caería “gordo”. La respuesta simplista nos llama
a ser profesionales y a darles un trato ecuánime y correcto, como lo hacemos
con todos nuestros pupilos, pero nuestros alumnos no son entidades homogéneas
que podamos simplemente ignorar o estandarizar, son personas con sentimientos y
proyecciones y todo eso que ya sabemos... pero ¿qué pasa con nosotros los
profesores? pocas veces nos detenemos a pensar en nuestras propias cargas
emocionales. Como en todas las profesiones, somos formados y capacitados en lo
términos técnicos más refinados, pero pocas veces nos detenemos a pensar que en
el salón de clases se entrecruzan las cargas emocionales de cada individuo, no
es ninguna noticia que un alumno pueda captar mejor la clase si no está
deprimido o no está exaltado; pero del mismo modo nos pasa a los profesores. No
podemos decir que somos tan profesionales que dejamos afuera del salón nuestros
afectos para ponernos el traje del ecuánime, justo e impasible profesor, esto
es humana mente imposible, y lo
cierto es que llegamos a poner en juego nuestros afectos también, no sólo
compartimos los conocimientos, del mismo modo compartimos nuestros estados de
ánimo, por más que queramos ocultarlos, si es que alguien lo pretendiera.
Entendido lo anterior, uno de
los grandes y comunes conflictos se levanta: el profesor llega al salón con
todo el ánimo y se encuentra a, digamos, Juanito, quien por su actitud más
infantil que el resto de los alumnos siempre se quiere hacer el chistoso y nos
interrumpe la clase con sus bromas (muy malas para nosotros, pero excelentes
para sus compañeros) y distrae continuamente la sesión. Evidentemente estamos
enfrentándonos a un problema de disciplina, hay varias formas de enfrentar esta
situación desde este punto de vista. Pasando por la más clásica que sería
sacarlo del salón, a las más progresistas haciendo una cita con el alumno y
hablar con él después, en fin, hay muchas técnicas referidas al alumno; pero
¿qué siente el profesor? ¿frustración, enojo, o somos acaso los monjes estoicos
que aguantamos las inclemencias de la vida sin inmutarnos?
En psicoanálisis el juego de
afectos se denomina transferencia y contratransferencia dependiendo del sentido
del destinatario. Partamos del punto de que nuestros afectos están siempre en
juego, el alumno no solo piensa algo acerca del profesor, también siente algo
por el profesor, es decir le transfiere afectos, en ocasiones de una forma
madura y clara, en otras los alumnos confunden las figuras de autoridad con
figuras familiares; cuántas veces hemos escuchado que al profesor le dicen
papá, y a la profesora mamá. El profesor(a) tiene una reacción ante estos afectos
que le están siendo transferidos, y experimenta, entonces, una
contratransferencia. Pero el camino también es de vuelta, nosotros depositamos
en los alumnos afectos, y anhelos propios, es decir les transferimos nuestros
afectos y ellos reaccionan, es decir contratransfieren.
Ahora, regresemos al punto
central ¿por qué tenemos cierto recelo ante ciertos alumnos en particular, o
ellos a nosotros? ¿Por qué a ciertos alumnos les toleramos ciertas cosas
mientras que con otros somos más estrictos? más allá del ideal del trato igual
a todos los alumnos, tenemos en primer lugar que aceptar esta situación
profundamente humana .
Tenemos que aludir a la propia
salud mental del docente (lo cual no voy a polemizar... en este momento), ¿en
qué momento hemos captado esa anti-patía (contraria a la em-patía)? y ¿cómo
hemos actuado en consecuencia? haciendo este autoanálisis vamos inicialmente a
hacer un reconocimiento del afecto, no podemos ser tan inocentes como para
culpar absolutamente al alumno de nuestros sentimientos adversos. Después del
reconocimiento de este sentimiento, es importante hacer una reflexión profunda
de porqué nos es adverso en particular ese alumno. Por supuesto viene un paso
posterior, la acción, pero una acción asertiva en la que el desarrollo académico
se vea beneficiado. Todos tenemos noticia de que alguna vez, al no hacer un
ejercicio de este tipo, algún profesor se enfrascó en una lucha campal en el
salón de clases, el alumno provocó al profesor y este respondió de una manera
poco adecuada, por decir lo menos. Sabemos de las discusiones cara a cara en
los salones, así como también los usos poco éticos de humillación y soberbia
por parte de los profesores al poner en evidencia (¿en ridículo?) a los
alumnos, y la reacción de estos.
¿Cuál es la característica en
particular de ese alumno(a) que nos incomoda? ante esto vamos a encontrar un
sinnúmero de respuestas posibles: me recuerda una mala experiencia, se parece a
mi hermano(a), se parece a mi hijo(a), me recuerda a mí. No se vale la
respuesta: “me cae mal y punto”.
Nuestra respuesta nos va a
sorprender, de esta manera podemos quitar las cargas emocionales que traemos
y con las cuales revestimos a nuestros
alumnos, para que ahora sí, podamos llevar a cabo un acción justa y edificante
para ambos, evitando la guerra fría entre alumno-profesor que tanto daño hace,
mientras los otros presentes sólo son espectadores de la lucha continua en el
salón. Además, el profesor va a evitar un desgaste mayor al que amerita el
hecho de impartir la clase, sin tener consecuencias para la estabilidad
emocional de ambos.
Omar Reyes
Maestro en Psicoterapia Psicoana lítica y
Maestro en Filosofía
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